Entonces nos encontramos con un grupo de adultos que gritaban y reñían, a plena luz del día, a una niña quieta y callada con los brazos pegados a su abrigo verde sin encarar la situación.
Se limitaba a tragar los gritos y a dejar que los adultos desahogasen sus indigestiones sobre ella.
Y justo en ese momento yo empezaba a sacarme cristales rotos de los bolsillos de mi abrigo, también verde, uno tras otro, hasta que, con muchísima delicadeza, fui armando el vaso que una vez fueron todos esos cristalitos.